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Dossier - Mujeres y feminismos
Julieta Gil Nuestra Victoria IV, 2019 Cortesía: Galería Campeche ©Julieta Gil ©Campeche
14 Octubre 2021 / Por Pablo Piccato

¿Toda la violencia es violencia de género?

Hacia el final del proceso de investigar y escribir una historia de la violencia en México en el siglo XX llegué a la conclusión de que entender toda violencia como violencia de género ayudaba a darle sentido a esa historia. Esto no me debería haber sorprendido, teniendo en cuenta mi trabajo anterior sobre crimen y honor en el México moderno. Sin embargo, en esos trabajos no había dado un paso que en el último proyecto me pareció inevitable. Mientras que antes había usado una perspectiva de género, particularmente centrada en la masculinidad, para complementar el análisis del crimen y el duelo como interacciones sociales, ahora veía que esa perspectiva era algo más. Me vi obligado a considerar seriamente la tesis formulada por Rita Segato de que toda violencia debe ser analizada desde la perspectiva de género.

Si miramos la experiencia mexicana durante el siglo XX vemos que la violencia contra las mujeres y los menores, y en particular la violencia sexual, aparecen en todos los momentos más notables de violencia colectiva y permean las prácticas de menor escala y visibilidad, pero más extendidas del uso de la fuerza.

Durante los años revolucionarios, desde las primeras insurrecciones maderistas, pasando por la guerra de grandes ejércitos, y llegando incluso a la represión de movimientos contra el nuevo régimen, la violación apareció en múltiples ocasiones. Hubo jefes que la ordenaron como castigo a ciertas poblaciones, como es el caso de Pancho Villa en Namiquipa; hubo grupos particularmente temidos por su uso, incluso los zapatistas. La folklórica imagen de la soldadera bien puede ser vista como una estrategia de muchas mujeres para lograr la protección de un soldado ante la probabilidad de ser víctima de muchos. Ese mismo cálculo justificó la huida de familias a las ciudades y obligó a mujeres jóvenes a esconderse cuando un ejército entraba a la localidad. La historia de la revolución ha ignorado esta práctica. Más bien, la mitología revolucionaria ha recogido la idea de que los revolucionarios que se levantaron contra los hacendados lo hicieron en parte para defenderse de abusos como el derecho de pernada y vengar el honor manchado de sus víctimas, particularmente los esposos que debían aceptarla. Podemos aceptar, a reserva de una investigación que debe hacerse más sistemáticamente, que la violación durante los años revolucionarios afectó a muchas más personas que esa práctica feudal. 

La violación no desapareció durante la cristiada y otros episodios de violencia religiosa desde los años veinte. Lo que vemos en ese contexto es una lucha por el control de las mujeres que tenía de un lado a una iglesia católica opuesta a la educación secular y renuente a aceptar el protagonismo de las organizaciones de mujeres que defendían la libertad religiosa. Hubo, sobre todo en los años treinta, muchos casos de violencia contra maestras rurales. Como en otros casos de linchamiento durante el resto del siglo, el exceso de la violencia contra los cuerpos de las víctimas era un componente central de esas prácticas. La represión contra las guerrillas en los años sesenta y setenta ofrece varios testimonios de violencia sexual que acompañaba a la tortura y la desaparición de mujeres detenidas.

Si echamos una mirada al crimen común durante el siglo XX aparecen algunos patrones que, si bien no se derivan directamente de la violencia contra mujeres de las primeras décadas, sí se beneficiaba de la misma amenaza. La prostitución, cuya regulación fue alterada fundamentalmente alrededor de 1940, se convirtió en un negocio en el que padrotes masculinos fueron reemplazando a las madames que antes administraban burdeles regulados. Con ese control vino un uso de la violencia contra trabajadoras sexuales más expuestas en las tinieblas de la calle o la penumbra semilegal de salones de baile y prostíbulos protegidos por la policía, cuyos agentes tuvieron la oportunidad de movilizar la amenaza para extraer una renta de las prostitutas.

La vulnerabilidad de las trabajadoras sexuales se tradujo en casos de homicidios múltiples como el de Gregorio Goyo Cárdenas, detenido en 1942. Este asesino serial avant la lettre se convirtió en el objeto de la fascinación de científicos y lectores de periódicos que trataban de entender su asesinato de tres prostitutas y una novia, llenos de horribles detalles, como producto de una mente extraña y compleja.

En realidad, como en la mayoría de los casos de asesinos seriales, el común denominador es la vulnerabilidad de las víctimas, la facilidad con la que pueden desaparecer sin que nadie las busque. Así desaparecieron decenas de víctimas de las llamadas Poquianchis, proxenetas guanajuatenses capturadas en los sesenta. Así siguen sin investigarse seriamente los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, el Estado de México y muchos otros lugares. Aunque las víctimas no son en su mayoría prostitutas, comparten con ellas la necesidad y el riesgo de trabajar en áreas desprovistas de cualquier tipo de seguridad. 

Esta experiencia mexicana del siglo XX también nos muestra por qué una mirada crítica desde el feminismo ha servido para comenzar a cambiar las actitudes que naturalizaban los ataques sintetizados arriba. Esta crítica empieza con el lenguaje: la insistencia en usar el término feminicidio para caracterizar los asesinatos de mujeres por el hecho de ser mujeres obliga a la sociedad civil y al Estado a repensar la violencia actual. 

Aunque las mujeres son víctimas del homicidio en una proporción menor que los hombres, al llamar sus muertes feminicidios reconocemos que el crimen está definido por la víctima, por su vulnerabilidad y por el odio hacia ella de parte del atacante. La palabra feminicidio también llama la atención sobre la responsabilidad del Estado por esa vulnerabilidad y por la impunidad de los agresores. Los códigos penales de algunos estados ya la utilizan y las instituciones empiezan a contar y entender el fenómeno. Aunque las cosas no han mejorado todavía, y hay algunas indicaciones de que las tasas de feminicidio más bien aumentan, ya es posible conectar el homicidio con las relaciones de género consideradas de manera más amplia. 

A través de encuestas del INEGI y trabajos de investigación en las ciencias sociales, sabemos que la violencia dentro del ámbito familiar, incluyendo la violencia sexual, es una realidad para un porcentaje muy alto de las mujeres mexicanas. La indiferencia de autoridades y de buena parte de la sociedad hacia esa violencia, justificada por la ideología patriarcal, resulta un elemento integral del feminicidio. Desde una perspectiva feminista, la violencia feminicida empieza con insultos, golpes, negligencia en relaciones familiares y conforma una cadena que en algunos casos lleva al homicidio. Esa cadena solo puede ser entendida desde una perspectiva de género.

Finalmente, hablar de feminicidio ha sido un paso inicial para la formación de un movimiento social que todavía es heterogéneo y en buena medida espontáneo, pero que cada día es más visible: las protestas contra el hostigamiento en el trabajo, en las escuelas y en las calles. Estas protestas le ponen nombre y apellido al feminicidio, rostros que no solo tienen un poder emotivo sino que demuestran una vez más la cadena de actos que es la violencia feminicida: Ingrid Escamilla, Mara Castilla, Lesvy Berlín. El uso de la violencia de estas protestas contra edificios y barreras policiales ha sido criticado, incluso desde la izquierda. Pero aquí hay otro aspecto de la violencia de género que las manifestantes nos obligan a tener en mente: la violencia es una forma de comunicación. Los destrozos de ventanas y los grafitis son formas de uso de la fuerza que sin tener víctimas humanas obligan a testigos y autoridades a reaccionar.

Las ideas de Rita Segato y de otras feministas sirven para entender las conexiones de distintas formas de violencia. Asumiendo el riesgo de una síntesis demasiado breve podemos decir que Segato parte de la idea de que la función comunicativa de la violencia (el mensaje que un homicidio o una violación transmiten a un público) es la clave para entenderla.

La violación, explica Segato en Las Estructuras Elementales de la Violencia: Ensayos sobre Género entre la Antropología, el Psicoanálisis y los Derechos Humanos (Buenos Aires: Prometeo, 2003), significa la extracción de un tributo sexual que confirma y renueva, cada vez que sucede, un orden patriarcal en el que se cruzan subordinaciones de género, clase, racial, entre naciones. En su trabajo sobre Brasil, Segato explica que al agredir a las mujeres, los hombres esperan la aprobación de sus pares. Se trata de poner a las mujeres “en su lugar”. La naturalización de la violencia de género, y de la violencia en general, confirma esa aprobación. Como otras formas de violencia, la violación transmite un mensaje que es recibido por otros actores sociales y entendido en contextos específicos que le dan un valor ideológico, social, religioso o moral al uso de la fuerza.

La observación se extiende a otros crímenes. Suena familiar para nosotros esta observación de Segato: “es poco habitual el delito que utiliza la fuerza estrictamente necesaria para alcanzar su meta. Siempre hay un gesto de más, una marca de más, un rasgo que excede su finalidad racional”. En el caso de la violencia política, esa función comunicativa es aún más importante pero su mecanismo básico ya está en la supuesta intimidad de la violencia de género o en el anonimato del asaltante callejero.

Este aspecto comunicativo de la violencia también está detrás de feminicidios como los de Ciudad Juárez (Segato, “La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez: territorio, soberanía y crímenes de segundo estado,” Debate feminista 37, 2008). Ahí los crímenes producen impunidad al multiplicarse y repetir patrones de excesiva violencia contra los cuerpos. No se trata simplemente del narco o de mentes patológicas sino del significado de cada feminicidio y de su acumulación. Segato evita proponer una explicación causal única para esos crímenes y más bien refiere a las condiciones de explotación y subordinación asociadas con las formas específicas del capitalismo fronterizo. El silencio alrededor de esas muertes se debe entender en función de una regla implícita para decodificar la violencia en México: hay quienes sí la entienden y la pueden usar para mandar mensajes; para los demás solo queda el absurdo y la impunidad. En el pensamiento de Segato la dominación tiene una coherencia que va de lo íntimo a lo internacional. No hace falta comulgar con esa noción globalizante del poder para beneficiarse de sus observaciones más puntuales desde una perspectiva feminista.

Una contribución central de esta perspectiva feminista es el proponer una nueva manera de enfrentar el problema generalizado de la violencia. Para Segato, entender toda violencia (y no solo la violencia contra las mujeres) como una expresión de la ideología patriarcal obliga a “repensar las soluciones y reencaminar las políticas de pacificación hacia la esfera de la intimidad”. Esta propuesta suena paradójica, puesto que la lucha contra la violencia de género implica dejar de lado la dicotomía público/privado que permitía su naturalización. Pero muestra, en contraste con las aproximaciones habituales al problema de la violencia contemporánea, la superioridad de una perspectiva no masculina para entender no solamente el costo de la violencia sino también las mejores maneras de enfrentarla y sobre todo la forma en que distintos tipos de violencia se encadenan. Esto nos permitiría entender a agresores y víctimas como parte de relaciones cercanas, no anónimas, extendidas en el tiempo y situadas en un campo comunicativo que tiene en el uso de la fuerza una forma, entre otras, de reforzar ideologías dominantes. Gracias a esa visión crítica de las relaciones de género sabemos que diversos tipos de coerción están conectados y que resolver los ejemplos más extremos es solo un aspecto del trabajo. Es necesario también enfrentar áreas de la vida cotidiana donde la violencia no es aún una acción física pero está como semilla al desensibilizar a las personas ante el dolor ajeno.

La idea de que toda violencia es de género debe ser entendida como una invitación a pensar distinto el problema actual de la violencia en México. No se trata de una explicación totalizadora ni de negar otros enfoques sino de asumir, así sea brevemente, el riesgo de considerar relaciones entre distintas formas del fenómeno sin atribuirlas a una supuesta cultura mexicana de la violencia o a factores puramente socioeconómicos. Es, por ahora, un ejercicio de la imaginación que podría ayudarnos a mirar la historia, y por consiguiente la realidad, más claramente.

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