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27 Enero 2022 / Por Gerardo Aragón

Lecciones desde lo menos importante

Han pasado ya varios años desde la emergencia en la televisión internacional de un notable producto de exportación de México para el mundo, mexicanísimo como el chile y nuestro machismo: el grito de puto. Surgido desde lo doméstico de los estadios de la liga mexicana, empezó a ser rescatado en las transmisiones de los partidos del equipo varonil de futbol de México como una anécdota más de nuestra picardía. Luis García decía en broma en las transmisiones que la gente gritaba Jooooorge Campos.

La broma pronto dejó de serlo: gritar puto en el estadio está mal y debe ser condenado. El grito se basa en la imagen de que el homosexual, explícitamente el hombre homosexual, es peor futbolista, menos capaz y, por ende, menos valioso, por sus preferencias. Así, equipara la homosexualidad con el ser frágil y con la poca competitividad. El grito genera un ambiente hostil hacia las personas LGBTT+ en los estadios–lugar comúnmente referido como familiar–y normaliza la agresión contra un sector de la población, de por sí ya en desventaja en muchas esferas de la sociedad. Finalmente, refuerza los prejuicios de que hay actividades propias de los machos, clausuradas para quienes no cumplen con ciertas expectativas de lo que es hombre. La esfera en la que ocurre, sin embargo, el fútbol y el estadio, difumina lo más importante de este asunto: retrata la manera en que lidiamos con lo que nos lastima.

El grito fue la internacionalización de cómo lidiamos con los problemas que nos incomodan en México, más allá de juzgar el acto como discriminatorio o liberador. ¿Qué nos dice no solo el grito, sino nuestra forma de manejarlo, sobre la forma en la que lidiamos con los problemas que nos incomodan? La trayectoria de la discusión siguió un interesante proceso, ya antes recorrido en otros asuntos: si algo público nos incomoda lo negamos, lo escondemos, recurrimos al argumento de la idiosincrasia y, ya cuando nos está explotando en la cara, recurrimos a medidas policiacas. 

Así, la discusión pública al respecto, en vísperas de la Copa Mundial del 2014, comenzó condenando el carácter discriminatorio del famoso grito. A esta postura, algunos respondían que, por más desagradable que resultara escucharlo en la televisión o estar sentado al lado de alguien que lo gritara en el estadio, no había motivos para considerarlo un acto de discriminación; que la gente se grita puto o puta para una gran variedad de situaciones de la vida cotidiana. Discriminar en esencia implica la negación de un derecho y, por más grotesco y repulsivo que el grito resulta, al final quienes gritan no le están negando un derecho a nadie. 

Pasada la etapa de negación, el monstruo creció debajo de la cama al amparo de la Federación Mexicana de Fútbol (FEMEXFUT) y las televisoras. Su solución, o remedo de solución, fue sobreponerle un anuncio al grito en las transmisiones para que no se escucharan en las casas, aunque el grito seguía vivo en las gradas de los estadios. Mejor que la gente escuche Rooooooshfrans en sus televisiones. Todo parecía funcionar bien: basta con que no se hable de ello, con que no salga en la tele. Es cuestión de unos cuantos cientos que se sientan en el estadio y que encuentran en el grito una manera de divertirse. Como la FIFA,  organización rectora del futbol en el mundo, no nos entiende, solo hagamos como que no pasa nada.

El asunto dio un giro cuando la FIFA tomó el caso en su agenda e impuso una serie de multas y regaños públicos a la FEMEXFUT en el contexto de la Copa del Mundo de 2014. La posición oficial de FIFA es que es un acto de homofobia y que es responsabilidad de la FEMEXFUT vigilar el comportamiento de estándares de conducta de sus aficionados. Aunque en Rusia 2018 el grito no viajó con el equipo, en las eliminatorias para Qatar 2022 regresó con más fuerza. La reacción de la FIFA fue imponer ya no solo sanciones económicas, sino que castigó a la FEMEXFUT con partidos a puerta cerrada en los juegos de la selección, con las consecuentes pérdidas en términos de entradas y del apoyo de los aficionados en dichos partidos.

Ante esto, algunos analistas han recurrido a la particularidad de lo mexicano como forma de racionalizar el grito: es que la FIFA, tan suiza y tan de mundo, no nos entiende. Los aficionados gritan no porque sean homofóbicos, sino porque encuentran así una forma de liberar su frustración. En una eliminatoria lamentable como la que está teniendo México, es natural que la gente en el estadio se enoje por el mal funcionamiento del equipo. Lo débil de este argumento es que la frustración y el enojo de los aficionados desembocan en los mismos perjuicios antes descritos para con las personas LGBTT+.

Así, la última etapa de nuestro proceso para lidiar con lo que nos incomoda en público está a la vista: si no puedes con el enemigo, llama la policía, con todos sus juguetes. Hace unos días la FEMEXFUT anunció una espectacular inversión para poder identificar a quienes gritan puto en los estadios y posteriormente desalojarlos, prohibiéndoles el ingreso a cualquier estadio en México por cinco años (altísimo costo en vísperas de la Copa del Mundo de 2026 que tendrá algunos partidos en México). El asunto queda reducido a la capacidad tecnológica para identificar cuando un grupo de personas emita las dos sílabas prohibidas.

La FIFA tiene poca autoridad moral en la censura de la homofobia cuando está por celebrar una Copa Mundial en un país como Qatar, que restringe las libertades de las personas al extremo. Nos molesta entonces que alguien de esa estatura moral nos orille a pensar sobre la serie de artilugios para acomodar nuestras violencias. Lo negamos, lo escondemos, lo justificamos y lo perseguimos porque nos incomoda. Lo mismo hemos hecho, por ejemplo, con la corrupción, rubro en donde vamos desde minimizar las medidas que la cuantifican hasta asumir que el problema es algo traemos todos en los genes. Y también ocurre con el racismo, con la desigualdad económica y con nuestra relación con el medio ambiente.

El grito se volvió un asunto grande porque a alguien le hizo perder dinero. Pero para el resto de las personas, es otro de esos asuntos cotidianos con los que nos molesta vivir. En el fútbol no solo es el puto, sino la puta de cabaret de la porra de los Pumas o las jugadas viriles internalizadas en el lenguaje de los narradores. Eso sin mencionar lo que se dice en la lucha libre y en los vestidores de los equipos profesionales de otros deportes, para luego pasar a los mercados, a las plazas públicas, a los recreos de las escuelas. Esos otros comportamientos normalizados, que excluyen y denigran, escapan del foco de la FIFA.

Y ahí no hay recetas. Quizás nuestro último artilugio es pensar que está en nuestras manos cómo dominar a nuestros monstruos: educar, concientizar, cambiar, hacer cursos, perseguir, penalizar. No nos ha funcionado con la corrupción, ni con el clasismo y el racismo. El fútbol, lo más importante de lo menos importante, no nos da muchas pistas para cómo enfrentar a otros monstruos, más adultos. Sin embargo, sí representa un espacio de responsabilidad para las personas, empresas y asociaciones que tiene un papel público ineludible.

Los futbolistas son apreciados por la niñez y la juventud, los clubes son referencia de cohesión de grupo y las empresas tienen una responsabilidad para con los clientes que les generan jugosas ganancias. Entonces sí es posible exigirles más. Por ejemplo, deberíamos exigir condenas más explícitas y frontales al grito desde los mismos deportistas, patrocinadores y medios deportivos. Pareciera que algunos futbolistas y analistas deportivos sufren incluso con mencionar la palabra homofóbico. La justa exposición de las ramas femeniles, la apertura sin tapujos a personas con preferencias sexuales diversas en el negocio del futbol y el involucramiento de los clubes y las empresas en asuntos que tocan a toda la sociedad, como la violencia doméstica y el abuso de sustancias, son dimensiones en las que el negocio sigue muy lejos de regresar un poco de lo que se lleva.

La FIFA emprendió una campaña que, dado su comportamiento, resulta poco creíble desde una perspectiva ética. Pero hasta los relojes descompuestos dan la hora correcta dos veces al día. La forma en que normalizamos las violencias no nos exime de las consecuencias que tienen los actos hacia las personas. El negocio del fútbol, y del deporte en general, dada su influencia y su tamaño, puede y debe hacer más en las esferas a las que tiene acceso. Aceptar lo que tenemos, que nos avergüenza y nos molesta, porque es como hemos vivido siempre es aceptar un costo demasiado alto por un entretenimiento y una forma de liberar las tensiones de la vida a costa de quienes de por sí ya viven oprimidos allá, en el mundo de lo más importante.

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