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Columna - Análisis
22 Junio 2022 / Por Gustavo Gordillo

Por unas izquierdas que sean sinceras: reflexiones en torno al socialismo liberal (Parte 1)

Las izquierdas: rigideces teóricas y desorientación práctica 

Introducción

Ante los dilemas que enfrentan las izquierdas en el mundo, en América Latina y en México, sobre los discursos, sobre las estrategias y sobre las acciones para hacer frente y proponer alternativas al decadente neoliberalismo, Gustavo Gordillo nos ofrece una revisión detallada de un autor quizás no muy conocido entre los autores referentes para las izquierdas y el progresismo: Carlo Rosselli.

Las ideas de este político y teórico antifascista italiano nos ofrecen lecciones para hoy, que se alejan del determinismo de las corrientes marxistas y socialistas clásicas, y que ponen como el objetivo central de la acción política la emancipación de las personas. En dos entregas, Gordillo expone primero su visión del contexto actual en México y América Latina, caracterizado por lo que él llama la combinación de la decadencia administrada, la restauración conservadora y la modernización democratizadora. Estos tres elementos conforman un ambiente confuso, vago y de carente de convicciones, punto de partida para revisar la obra de Rosselli.

 

Oscar Wilde, en su conocida obra The importance of Being Earnest  [1], hace un juego de palabras entre earnest, que puede significar sincero o directo, y Ernest, un nombre propio. La trama transcurre entre dos jóvenes tratando de seducir a dos bellas doncellas, y tienen una particular predilección por quien se llame Ernest. Ahí se relata las vicisitudes a las que conducen las mentiras y las falsas representaciones para acceder a los deseos de ellas, sólo para descubrir al final que siendo fieles a quienes realmente eran —pero no sabían— los jóvenes habrían podido —y lo hicieron— seducir a sus amadas. Como dice uno de los personajes principales: qué terrible descubrir que he vivido toda mi vida diciendo la verdad.

Me parece una curiosa paradoja que las izquierdas mexicanas terminen descubriendo después de miles de transfiguraciones y caracterizaciones, el valor de reconocer que los referentes tradicionales en el campo comunista o socialdemócrata se han evaporado o debilitado ­­­–aunque por razones diferentes– y que, en consecuencia, se debería avanzar por una ruta azarosa e incierta, que lleve a perfilar itinerarios discursivos diversos para unas izquierdas también diversas. Habría que desechar, entonces, las fórmulas únicas o la manía de erigirse en polos excluyentes. No hay caminos únicos, ni siquiera entre los que se arropan en la democracia liberal.

Para Ugo Pipitone [2] en las izquierdas latinoamericanas coexisten tres corrientes que parten de distintas imágenes utópicas – “la utopía como afirmación de la posibilidad cercana de un mundo emancipado del capitalismo y con una democracia superior a la liberal”. En primer lugar, la continuación de un imaginario en que marxismo y revolución siguen como una doble estrella que anuncia el futuro y orienta hacia él. En segundo lugar, está un discurso, parcialmente nuevo en el cual se reitera la inminencia (deseada) de cambios radicales a partir de una fraseología en que marxismo, teología de la liberación, comunitarismo y “economía moral” se entretejen en combinaciones donde distintos sistemas de pensamiento se confunden y mimetizan. En tercer lugar, un indianismo que hace de la autonomía comunitaria y del multiculturalismo un rumbo de emancipación de las sociedades occidentales en aras del retorno a un universo ancestral supuestamente armonioso y solidario; o sea, el futuro escondido en el pasado. [3] En resumen, para Pipitone, “hemos pasado de la ciencia del socialismo a la teología del socialismo y no resulta del todo patente el progreso implícito en este cambio”. [4]

En América Latina es claro un nuevo viraje a la izquierda, bien se trate de partidos políticos, de movimientos sociales o de redes ciudadanas. La democracia fue establecida o reestablecida casi al mismo tiempo que las políticas neoliberales comenzaron a implementarse. Cuatro décadas después, su promesa central de bienestar acrecentado para todos los ciudadanos no se ha cumplido. Aun cuando la desigualdad económica, social y política nos viene de lejos, se ha generalizado la impresión de que las políticas neoliberales la agravaron. La sensación en el ámbito público de falta de respuestas eficaces a la desigualdad y a la impunidad y, sobre todo, de una injusta obtención de los beneficios económicos por un pequeño sector de la población, han sido en buena medida detonadora de este reiterado viraje izquierdista.

Un crucial ingrediente contemporáneo con el regreso a la democracia y con la implantación de la propuesta neoliberal en las sociedades latinoamericanas fue la caída del muro de Berlín. Como señala Enzo Traverso “por lo inesperado y por su carácter disruptivo, la caída del muro de Berlín alcanzó la dimensión de un evento, es decir, un cambio de época que excedió a sus causas, abriendo nuevos escenarios y proyectando al mundo en una constelación impredecible [...] la dialéctica del siglo veinte se había roto. En vez de liberar nuevas energías revolucionarias, la caída del socialismo de estado, parece que agotó la trayectoria misma del socialismo”. [5] Para Traverso esta ruptura generó la transición de utopías –típicas de las izquierdas– a memoria del pasado, una visión melancólica de la historia como remembranza de los vencidos. Los movimientos que ocurren ya entrados en el siglo XXI bajo el amplio paraguas de “otro mundo es posible” tanto en América Latina, en Europa, como en la primavera árabe, requirieron reinventar nuestras identidades. No pocas de esas nuevas identidades excavaron en el movedizo subsuelo de los sentimientos mas egoístas, xenófobos, retardatarios de los viejos imperios y de las más rancias élites que fueron derrotadas por las oleadas revolucionarias desde mediados del siglo XIX y del “breve” siglo XX. Si las paradojas más dolorosas de las movilizaciones juveniles en los sesentas fueron el triunfo electoral estrepitoso de De Gaulle en junio de 1968 y la celebración de los Juegos Olímpicos de México después de la masacre de Tlatelolco, parecidas paradojas se encontraron en el triunfo electoral de los Hermanos Musulmanes en Egipto y el regreso de los militares en medio de la jubilosa bienvenida de las mismas masas que unos meses antes habían derrocado a uno de los dictadores más sangrientos y longevos, o el largo túnel –del que aún no salen– de destrucción y muertes en la Siria de Assad.

En la actualidad se pueden palpar dos conjuntos de fuerzas sociales que dan a su vez, origen a dos tipos de discursos. Quienes se conciben gobernando en un régimen republicano y se preguntan desde esa perspectiva sobre las reglas del juego que pueden favorecer una nueva moral pública y el pluralismo; y quienes, privilegiando la acumulación de fuerzas de largo aliento, ponen el acento en la naturaleza policéntrica del poder político y oponen al concepto de soberanía del Estado, el concepto de soberanía popular. Por una parte, la democracia liberal y por la otra el régimen cesarista, también denominado democracia mayoritaria. Ambos conjuntos son contradictorios. Sus estrategias, sus ritmos políticos, sus prioridades programáticas y sus estilos de hacer política son contradictorios. Son un juego de suma cero. No se trata de una visión de corto plazo frente a una de marca estratégica. Ambas están conscientes de las coyunturas y las estructuras. Tampoco se diferencian en la búsqueda de construcciones sociales históricas más allá de simples convergencias ocasionales.

Entonces se ubica, en un ámbito, el compromiso con la democracia en un sentido clásico, como reglas de acceso y trasmisión del poder con tolerancia a la diversidad y respeto a las minorías. Pero desde otra perspectiva, se concibe a la democracia como referéndum para impulsar cambios radicales que permitan construir una nueva institucionalidad basada en una ciudadanía de alta intensidad. En ambas visiones de la izquierda, moderar la desigualdad combatiendo toda forma de discriminación y reducir las arbitrariedades sujeta a las autoridades al escrutinio público constituyen –con énfasis diferentes en el tema de la desigualdad y en el tema de la discriminación– el cuerpo central de una visión progresista.

Sin embargo, estas dos concepciones difieren, sobre todo, en la forma, en los instrumentos y en las acciones necesarias para alcanzar esos resultados. Como se ha podido comprobar una y otra vez, las diferencias en la selección de los medios para alcanzar un determinado objetivo frecuentemente terminan por alterar sustancialmente el resultado mismo. Entre ambos polos de izquierda está abierto un amplio espacio de construcciones políticas distintas unas de otras, a veces con un discurso de progreso y justicia, otras veces con un discurso de ley y libertad, pero que tienen en común su desconfianza estructural hacia la participación ciudadana. Uno desearía caracterizarlas a ambas como vestigios del pasado. Lo son en el sentido que ahí descubrimos los rasgos discursivos y los anhelos que presidieron desde los primeros años de independencia en los distintos experimentos gubernativos. También encontramos los males públicos que las aquejan: caudillismo, corrupción, voluntarismo, desprecio por las reglas escritas, grandilocuencia. Pero son por eso mismo –por su sustrato cultural semejante– testigos del presente que emerge a cada momento como atajos ilusorios para nuestra tan ansiada modernidad. Una y otra vez nos han llevado al precipicio. Quizás con el aprendizaje que hoy hacemos en el más largo periodo democrático que ha experimentado en su conjunto América Latina, seamos capaces de evitar que también se vuelvan heraldos del futuro.

A partir de los resultados de las elecciones presidenciales en México de 2006 y luego nuevamente en las elecciones presidenciales de la segunda década del siglo XXI, y de los distintos itinerarios seguidos para la implementación de las reformas neoliberales, es posible delinear tres tipos de escenarios que se han configurado en nuestro país. Denomino decadencia administrada al primer escenario. El fracaso en el establecimiento de coaliciones de gobierno duraderas y estables incentiva un doble proceso: fragmentación política en el ámbito territorial y jibarización del Estado en el ámbito nacional. Élites corporativistas o regionales –desde cacicazgos, narcotraficantes, líderes sindicales y grandes corporaciones económicas nacionales y/o transnacionales– operan bajo la lógica de un Estado patrimonialista. Algunas regiones o segmentos de la actividad económica o cultural literalmente se escinden del conjunto nacional y operan sobre la base de entidades autónomas. Otras regiones o segmentos de economías estancadas reproducen una cultura de la carencia material y cultural. El estado nacional, en general siempre débil, termina siendo una entidad más que, habiendo perdido el monopolio de la violencia legítima, deja de ser fuente de legitimidad para convertirse exclusivamente en fuente de recursos materiales para pequeñas oligarquías que se disputan los despojos del estado.

Un rasgo que distinguió a esta oligarquía privada fue el desmantelamiento de áreas completas del aparato gubernamental, pero, sobre todo, de las empresas estatales, generando vacíos institucionales que rápidamente fueron llenados a través del funcionamiento de mercados secundarios políticos con fuertes barreras de acceso a quienes no formaban parte de esas redes sociales. Con la antigua clase política en decadencia —en particular por la pérdida de su principal fuente de acumulación en las empresas estatales— emergió, en una especie de metástasis, un nuevo segmento de las clases dirigentes que terminó dominando a las otras fracciones políticas. Se constituye como tal a partir del intercambio monopólico de los bienes estatales materiales, como las empresas, e inmateriales, como las regulaciones, reglamentos y concesiones.

Un segundo escenario es la restauración conservadora, que puede asumir un discurso izquierdista o derechista. Como lo señala Laclau, “es suficiente que los significantes vacíos mantengan su radicalismo —esto es, su habilidad para dividir a la sociedad en dos campos”. Una restauración izquierdista tendría como referentes los arreglos institucionales que prevalecieron durante el periodo de sustitución de importaciones, en especial la idea de un estado patrimonialista con pocos contrapesos y enormes poderes discrecionales en la adjudicación de recursos públicos para el desarrollo de un capitalismo de cuates. Una restauración derechista podría estar pensando en la coalición y las instituciones que hicieron regímenes militares en América Latina como el pinochetista. Lo que tienen en común las restauraciones conservadoras, sean de izquierda o de derecha, es la centralización administrativa y una democracia restringida.

El concepto de O’Donnell de democracia delegativa me parece expresivo para definir este escenario, más que el término común pero altamente impreciso de populismo. O’Donnell señala que “una democracia no institucionalizada se caracteriza por un ámbito limitado, baja densidad y debilidad de sus instituciones políticas”. Según el mismo autor, la democracia delegativa tiene la aparente ventaja de facilitar una rápida elaboración de políticas públicas “pero al costo de muy probables errores garrafales, de una implementación azarosa y de concentración en el presidente la responsabilidad en los resultados”.

El tercer escenario es la modernización democrática. Para describir este escenario recurro a la definición de Alexis de Tocqueville de soberanía como el “derecho a elaborar leyes”. En un pequeño capítulo sobre la soberanía del pueblo de América en su Democracia en América, Tocqueville enlista una clasificación de países donde los Estados gobiernan sobre las sociedades, otros donde los poderes son compartidos entre un ejecutivo —monarquía constitucional— con ingredientes de autogobierno, pero en Estados Unidos, añade, “la sociedad se gobierna a sí misma”. Este tercer escenario admite dos posibles caminos no excluyentes. Uno implica un notorio compromiso con la democracia en un sentido clásico como reglas claras y equitativas de acceso al poder, con tolerancia a la diversidad y respeto a las minorías. La segunda vía enfatiza el papel de la deliberación pública en la democracia para construir consensos que permitan arreglos institucionales basados en la experimentación y en el aprendizaje. El peso de la deliberación pública exige la presencia de una ciudadanía de alta intensidad.

Es posible imaginar una alianza estratégica entre actores relevantes provenientes de distintos partidos políticos, de la comunidad de negocios, de los organismos no gubernamentales, de los movimientos sociales y del sindicalismo, que ya han convergido en el pasado, aunque de manera frágil y temporal. Como señalé, los proponentes de ambas vías –democracia constitucional y democracia plebiscitaria–, coinciden en la necesidad de reducir la desigualdad social, en combatir todas las formas de discriminación, en establecer límites a la acción gubernamental a través de mecanismos eficaces de escrutinio. Con frecuencia discrepan en la secuencia y la sincronización.

Muchos de los adherentes de la primera vía desconfían del compromiso democrático de los partidos, movimientos sociales y de los ciudadanos que ejercen diversas formas de protesta social. Consideran que los cambios deben darse en un marco claramente acotado por las instituciones formales y representativas. Promotores del segundo camino también desconfían del compromiso democrático de los empresarios y de algunos segmentos de las clases medias, sobre todo en países con extrema desigualdad social como en América Latina. Además, consideran que sin el recurso a la movilización en las calles cualquier reforma será finalmente esterilizada por las redes del poder oligárquico. Las desconfianzas mutuas son recordatorios de los fracasos de las modernizaciones abortadas del pasado por falta de apoyo popular. De esos fracasos han germinado algunos regímenes autoritarios. El escenario que se viene dibujando en México es, en realidad, una combinación de los tres escenarios descritos previamente.

En la yuxtaposición de esos escenarios prevalece la confusión, la vaguedad, la debilidad en las convicciones y una enorme desorientación político-ideológica. Dado el conjunto de reflexiones con las que he iniciado este texto, encuentro relevante para la época en que vivimos, la obra de un antiguo militante antifascista, Carlo Rosselli (1899-1937), y particularmente su libro Socialismo liberal, publicado en francés en 1930, pero republicado bajo los auspicios y con una larga introducción de Norberto Bobbio en 1979 por la editorial Einaudi.[6]

Refiriéndose al término de socialismo liberal, Bobbio añade que “Rosselli no se plantea el problema de encontrar una conciliación o mediación o en lo sucesivo una síntesis entre dos doctrinas opuestas o entre dos praxis políticas que se circunscriben en el campo de la arena política: para él, el socialismo, —una vez liberado de su envoltura doctrinal, el marxismo, que desde entonces lo había convertido en un sistema filosófico rígido y dogmáticamente impuesto—; es la continuación, el perfeccionamiento, la última fase del proceso de emancipación del hombre, del cual el primer momento se encuentra representado por el pensamiento liberal y por su incidencia histórica en el reconocimiento público de los derechos de la persona humana, alcanzados a través de la revoluciones americana y francesa". [7]

 


[1] Wilde, O. (1895). The importance of being earnest. Londres.

[2] Notas sobre la izquierda en América Latina (Los retos de una socialdemocracia tardía), manuscrito, 2013. Una versión modificada se encuentra en su libro La esperanza y el delirio: Una historia de la izquierda en América Latina, Penguin Random House, 2015.

[4] Pipitone, U. (2015). La esperanza y el delirio: Una historia de la izquierda en América Latina. Mexico: Penguin Random House. 

[5] Traverso, E. (2016). Left wing melancholia. Marxism, history and memory. New York: Columbia University PressTraverso, E. (2016). Left wing melancholia. Marxism, history and memory. New York: Columbia University Press.

[6] Todas las citas de Rosselli (Rosselli, Liberal Socialism, 1994) y su biógrafo Pugliese (Pugliese, 1999), en este ensayo, están directamente traducidas del inglés. Las citas de Bobbio (Bobbio, Introduziones, 1979; Bobbio, attualitá del socialismo liberale, 1997) están traducidas del italiano. Es de mencionar la labor de edición y la introducción en inglés realizada por Nadia Urbinati, la célebre politóloga italiana que ha sido profesora de Columbia University y colega de Norberto Bobbio. Sus dos obras capitales sobre el populismo han sido “Yo el pueblo” (Editorial INE-Grano de sal, 2020) y “Democracy Disfigured” (Harvard University Press, 2014).

[7] Bobbio, N. (1997). Attualitá del socialismo liberale. En C. Rosselli, Socialismo liberale (págs. V-XIX). Torino, Italia: Einaudi.

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