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Columna - Análisis
The Economist Intelligence Unit's Democracy Index 2021
23 Febrero 2022 / Por César Morales Oyarvide

La democracia según The Economist

Sin reglas del arte,
borriquitos hay
que una vez aciertan
por casualidad.

“El burro y la flauta”, Tomás de Iriarte

 

Hace algunos días fue noticia la publicación del índice sobre democracia de la Unidad de Inteligencia de The Economist. Fuera del mensaje general del anuncio —un retroceso democrático mundial en el marco de la pandemia— llama la atención el descenso en la clasificación del México que, de acuerdo con la revista, ya no es una democracia (así sea defectuosa) sino un “régimen híbrido” en camino al autoritarismo.

Definitivamente, son malos tiempos para la democracia. Sin embargo, no lo son por las razones que argumenta The Economist. A la revista le ocurre con su índice lo que al burro de la fábula con la flauta: que la toca una vez y cree que se ha vuelto músico. La diferencia es que el animal de la historia de de Iriarte lo hace por casualidad. Es soberbio, pero ingenuo. El semanario inglés y quienes hoy lo ponen como referente son menos inocentes.

Si hoy la democracia se encuentra amenazada no es por la acción de gobiernos populares, sino por la ola de ultraderecha[1] que desde hace años recorre el mundo, mezclando autoritarismo con un discurso xenófobo y de odio. Resulta interesante que The Economist califique a los más tristemente célebres representantes de la nueva ultraderecha (la India de Narendra Modi, el Brasil de Jair Bolsonaro, o ¡incluso la Hungría de Viktor Orban!) como países democráticos, categoría en la que no clasifica México. No somos el único caso extraño en la región: pese a que la victoria de Gabriel Boric fue recibida urbi et orbi como una victoria frente a las fuerzas autoritarias del pasado, la democracia en Chile perdió puntos en el índice de 2021. ¿La razón? El “centrismo” perdió protagonismo.

¿Cuáles son los argumentos de The Economist para regatearle a México sus credenciales democráticas? Destacan sobre todos dos: la situación actual del INE y la concentración del poder en el Gobierno Federal.

Como el burro de la fábula, tiene razón The Economist al señalar que hoy el INE es una institución debilitada. Sin embargo, la precaria situación del instituto no es resultado de la acción del presidente sino del daño causado algunos de sus consejeros, algo especialmente notorio a raíz del proceso de revocación de mandato. Abocados a hacer política de oposición desde su teórica neutralidad, militando en la desobediencia a su mandato, ¿cómo no van a debilitar Córdova y Murayama a la institución que encabezan?

Se dice mucho que la 4T implica una concentración del poder en el Gobierno Federal. Lo que no se dice tanto es que este proceso no es un capricho presidencial sino la respuesta a un escenario previo: la dispersión del poder que durante los últimos tiempos se equiparó con democracia. Lejos de democratizar nuestra vida pública, la fragmentación del poder fomentada por los gobiernos recientes generó un nuevo “feuderalismo” que benefició sobre todo a gobernadores corruptos, impunes y criminales. Los Duarte de Veracruz, los Moreira de Coahuila, los Borge de Quintana Roo. Al mismo tiempo que se señalan los riesgos potenciales de concentrar el poder, un ejercicio de honestidad debe implicar también recordar las consecuencias de dispersarlo como se hizo en México: la creación de estos “autoritarismos subnacionales”, uno de los legados más problemáticos de la transición.

Algo similar puede decirse de la proliferación de organismos autónomos, un fenómeno global que México llevó al grado de frenesí. Pensadas como una forma de restar poder a una presidencia que se creía omnipotente, el efecto de estas instituciones en la democracia está aún por definirse. De acuerdo con trabajos como el de Cristopher Ballinas, los organismos autónomos en México no muestran mejores niveles de transparencia que las agencias del gobierno, y su desempeño alcanza niveles apenas aceptables. En lo que sí han sido exitosos es en dispersar el poder del Ejecutivo. El problema es que este no se ha trasladado a los ciudadanos, sino a un conjunto de expertos. El riesgo de continuar con este proceso es convertirnos en una democracia en la que las principales decisiones públicas están tomadas de antemano, sin importar quien gobierne. Una democracia “vaciada” en la que ámbitos fundamentales de la acción del Estado quedan fuera del alcance de la opinión de la gente.

Aunque parecen asépticos, los términos que usa el índice de The Economist son todo menos neutrales. Conceptos como el de regímenes “híbridos” o democracias “iliberales” no son recientes. Lo es una novedad es que han dejado de usarse exclusivamente en el mundo académico para convertirse en armas en el debate partidista. Como explicaba Peter Mair, la extensión del uso de estos términos no es casual: forma parte de una campaña para redefinir a la democracia que busca minimizar lo que esta forma de gobierno tiene de popular.

En el corazón de esta idea está la apuesta por una democracia que, paradójicamente, no tenga al pueblo (el demos) en su centro. En esta visión, el mejor símbolo de la democracia no es ya el ciudadano votando, sino los jueces y las organizaciones de la sociedad civil. Para sus teóricos, como Philip Pettit, “la democracia es demasiado importante para dejarla a los votos de la gente en referéndums”. La apuesta por este tipo de régimen es lo que une a The Economist con un segmento de la oposición, que ven en el gobierno de López Obrador no a un adversario político sino a un peligroso enemigo.

El uso de la exageración al discutir de política no es exclusivo de México. Ensayistas como Steven Levitsky, Daniel Ziblatt y Anne Applebaum han escrito auténticos bestsellers hablando de la “muerte” de la democracia y la seducción del “autoritarismo”. Lo que sí parece idiosincrático de nuestra oposición es el uso de palabras rimbombantes para ocultar su incapacidad de plantear una oferta política alternativa o ganar respaldo social. De ahí la insistencia en enmarcar la discusión como un supuesto conflicto entre democracia y autoritarismo.

Lo que en realidad existe en México es una disputa entre dos versiones de la democracia. Por un lado, el gobierno promueve una forma de democracia popular (¿populista?),[2] donde lo más importante es la participación ciudadana, la igualdad y la construcción de mayorías. Aunque este impulso representa un gran avance, es obvio que no está exento de problemas: algunos de los planteamientos de la 4T pueden ser poco liberales. Eventualmente habrá que hacerse cargo de ellos, pero eso no significa que su proyecto sea por naturaleza autoritario. Por el otro lado, tenemos a una versión de la democracia muy distinta, la de un sector de la oposición y medios como The Economist. Un régimen ciertamente más elitista en donde lo fundamental son sus rasgos formalmente liberales: que prioriza el equilibrio de poderes, el sistema de frenos y contrapesos y “blinda” ciertas áreas de la vida pública de las preferencias del electorado.

Los índices de The Economist responden a una idea muy particular de democracia. Una idea de democracia a la que la coalición que gobierna México probablemente ni siquiera tome como modelo. Más que discutir si México se ajusta a ella más o menos, deberíamos ocuparnos en tratar de entender las variaciones de democracia que realmente existen y confrontar los argumentos que hay para preferir una u otra.

De este lado, por ejemplo, podríamos criticar de buena fe todos los supuestos de la democracia según The Economist: podríamos argumentar, con la profesora Camila Vergara, que no puede hablarse de división de poderes en países donde el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial están compuestos por la misma élite. En un régimen así habría, si acaso, una división funcional de un mismo poder.[3] Podríamos poner “peros” a la idea de los frenos y contrapesos en un caso como el mexicano, donde la experiencia histórica no ha sido la de una minoría oprimida por una mayoría tiránica, sino la de una mayoría sistemáticamente explotada por una pequeña red de políticos y empresarios. Finalmente, podríamos preguntarnos qué tan robusta puede ser una democracia donde hay decisiones fundamentales que no están sujetas a la rendición de cuentas del voto. No es que el conocimiento experto no tenga lugar en un gobierno democrático. Es que, como bien sabían los atenienses (que elegían a sus generales, pero sorteaban sus cargos políticos), los asuntos públicos no son cuestiones privadas de reyes, burócratas o especialistas, sino patrimonio de todos.[4]

Bienvenida la discusión en esos términos. Con una condición. Partir del supuesto mínimo de que, si bien la construcción de una mayoría no basta para tener una democracia plena, sí es su requisito imprescindible. Parece obvio, pero en un momento en el que algunos opinadores parecen estar a un paso de proponer que nos gobierne un consejo de sabios (de preferencia del Instituto de Investigaciones Jurídicas) es necesario repetirlo.

Y otra cosa: la mejor respuesta (así sea provisional e inestable) a la pregunta de qué democracia prefieren hoy los mexicanos sigue siendo el resultado de las elecciones.

 


[1] Tomo la expresión de Cas Mudde, probablemente el mayor experto mundial en la ultraderecha hoy.

[2] En A preface to democratic theory, Robert Dahl ya distinguía entre dos tipos ideales: la democracia populista y la madisoniana.

[3] Systemic corruption: constitutional ideas for an anti-oligarchic republic, 2020.

[4] Tomo esta idea de “La polis griega y la creación de la democracia” de Castoriadis, una recomendación del antropólogo José Luis Lezama.

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