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Dossier - Nuevas derechas
18 Abril 2022 / Por Santiago Zabala

La disrupción: ni innovadora ni valiosa

En una entrevista reciente, Clayton M. Christensen asimilaba la “innovación disruptiva” con el deseo de Dios de que “toda la humanidad… tenga éxito. La única forma de hacer que esto suceda es ayudar a los individuos a convertirse en mejores personas, y la innovación es la clave para desbloquear cada vez más oportunidades de hacerlo”. Pero “disrupción”, según su origen latino, significa “ruptura”, desgarramiento y disolución violenta la continuidad. Como metonimia del progreso, desde los años noventa se ha difundido la ilusión de que la innovación es siempre una mejora, sin importar sus consecuencias sociales. Su asociación con Silicon Valley y la cultura empresarial nos ha llevado a ignorar los efectos adversos del progreso sin responsabilidad. De hecho, esta indiferencia es vital para comprender el significado de la disrupción y nuestra fascinación con una noción que se despliega constantemente para explotar nuestra esperanza de que la innovación nos va a salvar. “La disrupción”, como señaló Bernard Stiegler, “radicaliza el trastrocamiento de todos los valores”, ya sean tecnológicos, políticos o religiosos.

Como otros conceptos cuyo significado se erosiona por el uso excesivo –nihilismo, posmodernismo, populismo–, la disrupción requiere de una elucidación filosófica. En las últimas décadas, las disrupciones tecnológicas fueron anunciadas como eventos que transforman la vida colectiva, pero es necesario cuestionar esta disrupción, considerada un objetivo que vale la pena perseguir a pesar de que su adoración acabe con las posibilidades de un futuro sostenible.

Como una variación de la "obsolescencia programada" y la "destrucción creativa" de Josep Schumpeter, la "disrupción innovadora" de Christensen se ha convertido en una koiné, un lugar común importado de la cultura de los negocios capitalistas, y es usado ahora para predecir el éxito en otros ámbitos (sociales, políticos, culturales) que tienen valores y objetivos muy diferentes. La teoría de Christensen se basa en la idea de la indiferencia ante el presente y se centra en un futuro siempre a punto de llegar. Esta indiferencia se manifiesta en la diferencia entre “innovaciones sostenibles” e “innovaciones disruptivas” en los negocios: las empresas que solo realizan refinamientos cuidadosos, pequeños y graduales, a menudo son superadas por empresas que realizan grandes cambios que les permiten producir un producto más barato y de peor calidad para un mercado mucho más grande. La “disrupción”, como afirma un informe administrativo filtrado del New York Times, citado por la historiadora Jill Lepore, “es un patrón predecible en muchas industrias en las que las empresas incipientes utilizan nueva tecnología para ofrecer alternativas más baratas e inferiores a los productos vendidos por jugadores establecidos (pensemos en Toyota derrotando a Detroit hace algunas décadas)”. Para Christensen, “hacer lo correcto es incorrecto”.

Sin internet, el libro y la teoría de Christensen no se habrían convertido en una biblia empresarial para emprendedores e innovadores. Les dotó de una teoría para justificar la metodología utilizada por la mentalidad de “ganancias por encima de todo” de lanzar nuevos productos en una era de cambios rápidos, incertidumbre e indiferencia. Internet es una máquina global de revelar sorpresas, lo que fomenta la disrupción, independientemente de sus consecuencias sociales. Aunque sus diseñadores no lo expresaron en estos términos, la disruptividad de Internet, como señala John Naughton, es una característica, no un error. Durante el advenimiento de Internet, la disrupción se convirtió en un lema para los innovadores ("Si no estás rompiendo cosas, no te estas moviendo lo suficientemente rápido", dijo Mark Zuckerberg), cuyo modelo de negocios y ciudadanía económica se transformó radicalmente, de uno que implicaba diálogo a otro que se mueve a punta de tuits. Esta nueva cultura de la indiferencia en nombre del lucro elimina las posibilidades de la solidaridad.

La innovación disruptiva, como ilustra Lepore, ofrece la salvación de la misma condena a la que nos conduce, porque la idea de progreso ha sido despojada de las aspiraciones de la Ilustración. Occidente abrazó en el siglo XVIII la idea del progreso; en el XIX, la idea de la evolución; y en el XX, la del crecimiento y la innovación. Y el problema actual es que la idea de la disrupción domina la retórica no solo de Silicon Valley, sino también de otras industrias y sociedades contemporáneas de todo el mundo. La disrupción se ha convertido en un lenguaje común en donde se proyecta no solo éxito sino también un futuro de posibilidades ilimitadas. Este éxito se basa en la capacidad de la tecnología para ofrecer continuamente alternativas más baratas a los productos establecidos, y en la promesa de que la innovación es siempre una mejora, independientemente de sus consecuencias.

La innovación disruptiva en el periodismo, la educación y la medicina ha surgido como un reemplazo universal de los métodos tradicionales con nuevas formas que valoran la novedad y la velocidad. Esta valoración del progreso sin calidad ha permitido que estos pilares de las naciones democráticas sean subvertidos aún más por el capital, y sean presas de impulsos del mercado que relegan el valor del producto por debajo del valor para los accionistas. La creencia de que las empresas y las industrias que fracasaron de alguna manera estaban destinadas a fracasar está en el centro, no solo del concepto de innovación disruptiva de Christensen, sino también de una era neoliberal que sostiene que el gobierno no debe desempeñar ningún papel en la restricción del comportamiento corporativo. Darle un pase libre al comportamiento corporativo ha facilitado la aplicación de la indiferencia de la disrupción a ámbitos que afectan a la sociedad, la política y la cultura. Numerosas conferencias, centros de estudio, cumbres y laboratorios establecidos apenas hace una década demuestran que "distuptivo" se ha convertido en un adjetivo de admiración, un valor positivo, incluso en una marca.

Para resistir la disrupción no basta con demostrar que sus beneficios se sustentan en pruebas endebles. Este ha sido el enfoque adoptado por Lepore ("las fuentes de Christensen son a menudo dudosas y su lógica cuestionable"), Michael Porter ("las tecnologías disruptivas que logran desplazar a los líderes de mercado establecidos son extremadamente raras") y Andrew A. King y Baljir Baatartogtokh ("solo siete de los 77 estudios de casos de negocios cubiertos por Christensen se ajustan a su propio criterio de lo que constituye una innovación disruptiva”), entre otros académicos. Si bien estos análisis son útiles para desacreditar la ilusión de que la innovación es siempre una mejora, no modifican el entusiasmo generalizado por ella. “La exagerada reivindicación de la disrupción”, como señala Mark C. Taylor, “generalmente proviene de una falta de memoria, es sintomática de una preocupación por el presente de una cultura adicta a la velocidad”.

Esta adicción se puede superar pensando por períodos de tiempo más largos. Requiere prácticas que reexaminen nuestras narrativas existenciales, como la política, el psicoanálisis y la filosofía, aunque cada uno de estos campos contemplativos enfrenta sus propias fuerzas disruptivas en, por ejemplo, las sentencias populistas emitidas en Twitter, la prescripción excesiva de medicamentos y el pensamiento analítico científico que deja de lado las preguntas existenciales. Pero cuando estas narrativas existenciales logran brindar a los ciudadanos una imagen de los acontecimientos mundiales y un sentido, por limitado que sea, de comunidad política, la disrupción, más que un valor a seguir, se convierte en un signo de indiferencia, desplazamiento y alienación que debe contrarrestarse.

No debería sorprender, como señala Stiegler, que la disrupción fue “anunciada y presagiada no solo por Adorno y Horkheimer como un 'nuevo tipo de barbarie', sino por Martin Heidegger como el 'fin de la filosofía', por Maurice Blanchot como el advenimiento de las 'fuerzas impersonales', por Jacques Derrida como una 'monstruosidad', y, antes de todo esto, por Nietzsche como nihilismo”. Si la disrupción es la culminación de estos eventos, debemos proseguir en la exploración de las respuestas ensayada por estos autores, que buscaron diferentes plataformas conceptuales donde la existencia pudiera seguir dando la batalla.


Texto traducido al español con autorización del autor. Original: thephilosophicalsalon.com

 

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