Aunque no se trate de algo especialmente nuevo, el texto que Jesús Silva-Herzog publica esta semana en Reforma hace un gran favor a nuestra conversación pública: nos invita, así sea tangencialmente, a comenzar a pensar en el antipopulismo de la oposición como problema.
Si digo tangencialmente es porque, aunque la columna parte de una intuición atinada, su conclusión pronto se descarrila. Efectivamente, hay problemas serios en el antipopulismo. Sin embargo, plantear que estos consisten en haberse contagiado de los defectos de su adversario es caer víctima de esa fuerza “amlocéntrica” que nos impide salir de la órbita del presidente. Y es que, contrario a lo que sugiere Silva-Herzog, los males del antipopulismo no son producto de ningún contagio. Las suyas son enfermedades crónicas, no infecciosas. Enfermedades que, además, están mal diagnosticadas. A primera vista sus síntomas parecen signos de fortaleza, pero en realidad son muestras de una progresiva debilidad.
¿Qué es el antipopulismo? Pese a que es una posición compartida por políticos de todo el espectro ideológico –de Clinton a Berlusconi, pasando por la oposición en México– el antipopulismo ha recibido apenas atención. A la sombra de sus adversarios más mediáticos, que acaparan noticias y conversaciones, pareciera que los planteamientos del antipopulismo son simple sentido común. Después de todo, los antipopulistas apuestan por la moderación y el consenso, defienden la racionalidad y abogan por una política ordenada y predecible. Nada de eso suena mal. Pero justo ahí es donde están sus trampas.
La trampa del consenso
Uno de los valores más preciados del antipopulismo es el consenso, contrapuesto a la lógica antagónica y polarizante que caracteriza a sus rivales. Los antipopulistas imaginan una política protagonizada por partidos centristas y moderados, basada en discusiones civilizadas que se dirimen con argumentos técnicos. Más que el conflicto, su símbolo es el acuerdo.
Las preguntas que suscita esta visión, como apunta Benjamin Moffitt, son qué se entiende por consenso, quiénes son los que lo conforman y a quiénes beneficia. Históricamente, el problema de los consensos realmente existentes es que no han incluido a todos. Tampoco han trabajado para las mayorías, sino para la clase política y su red de socios privados. Algo similar puede decirse de la moderación, que ha sido más un producto de la rendición de la izquierda frente a la derecha que resultado de un giro al centro de todos los partidos. El ejemplo más claro de este fenómeno es lo que ocurrió con la “Tercera Vía” de Giddens y Tony Blair: un programa que ofrecía superar la división entre izquierda y derecha y acabó como heredero y continuador del proyecto thatcheriano. No resulta extraño, apunta Moffitt, que Blair sea hoy uno de los campeones del antipopulismo.
La trampa del consenso y la convergencia ideológica en torno a la agenda neoliberal de fines del siglo XX contribuyeron al surgimiento de lo que la academia bautizó como “ el partido cartel”: un proceso mediante el cual los principales partidos políticos se fueron alejando de la sociedad y pasaron a ser, en los hechos, instituciones gubernamentales. En el camino, los integrantes de estos oligopolios políticos se desentendieron de las demandas ciudadanas y de su militancia, más ocupados en beneficiarse como grupo, aumentar los recursos públicos que obtenían del presupuesto y cerrarle la puerta a cualquier competidor que se opusiera a su arreglo. Generalmente, este tipo de acuerdos permanecían en las sombras o la informalidad. En nuestro país, por el contrario, el resultado de este fenómeno fue tan celebrado que tuvo nombre oficial: le llamaron “Pacto por México”.
La trampa de la racionalidad
La segunda trampa del antipopulismo es su apelación a la racionalidad. La defensa de la racionalidad en la política es un elemento central del discurso antipopulista, que se distingue así de unos adversarios a quienes ve como demagogos manipuladores, siempre dispuestos a sacar provecho del enojo, el miedo o el resentimiento.
La distinción entre unos ciudadanos “racionales” y “responsables” y una multitud “irracional” y “manipulada” que vota siguiendo lo que dictan sus entrañas no es reciente. Como explica Emmy Eklundh, históricamente, la apelación a la racionalidad se ha utilizado para excluir de las decisiones públicas a poblaciones enteras, etiquetadas como no aptas para participar en democracia por ser “demasiado emocionales”. Esta estrategia de exclusión ha sido padecida por las mujeres –“locas, histéricas, víctimas de sus hormonas” – a lo largo de casi toda la historia humana. Durante un largo tiempo fue aplicada también contra los “salvajes” nacidos fuera de Occidente. Hoy suele utilizarse para hacer a un lado a los jóvenes, a los populistas y, en general, a cualquiera que desafíe al statu quo. Como ha ocurrido en otros momentos, hoy la apelación a la racionalidad por parte del antipopulismo es una forma sutil de lanzar un ataque contra la participación popular y la igualdad política que está en la base de la democracia, separando las opiniones valiosas de las que son juzgadas como “un peligro para México”.
La trampa del antipopulismo no solo es que su defensa de la “racionalidad” sea usada como herramienta de exclusión, sino que el concepto al que apela es en sí mismo cuestionable. Como se ha planteado desde la filosofía, nuestra idea de “racionalidad” suele estar fundamentada en prejuicios raciales y de clase, y resulta inseparable de un contexto específico. Hoy, tomar a la racionalidad como algo políticamente neutro y distinguirla de la emoción es, por decir lo menos, ingenuo. Obviar este hecho, como ocurre frecuentemente en el antipopulismo, solo puede entenderse como una forma de intentar excluir ciertas posturas del juego democrático o de oponerse al cambio desde una posición de privilegio.
La trampa de la normalidad
Un dilema adicional del antipopulismo es que, escribe Moffitt, su discurso fomenta una atmósfera en la que cualquier político que se desvía de la “norma” se gana el mote de populista. El riesgo de esta deriva es que acaba por deslegitimar a todos los cuestionamientos al orden político, sin tomar en cuenta su pertinencia o valor. La trampa de la normalidad produce así una política sin alternativas. Un escenario en el que efectivamente “todos son iguales” y es imposible la innovación.
Lo vemos todos los días. El discurso antipopulista es deliberadamente omiso a las diferencias entre sus rivales. No importa que existan populismos de derecha e izquierda, incluyentes y excluyentes, democráticos o autoritarios: para el antipopulismo son básicamente lo mismo. El uso peyorativo de la categoría “populista” invalida a todos de entrada, haciendo ver a toda crítica como destructiva y peligrosa. Esta miopía no solo mete en una misma bolsa a partidos y movimientos que no comparten salvo un estilo, sino que descarta agravios y demandas que no se han visto representados de ninguna otra manera.
La visita del líder de Vox a México dio una muestra de la vigencia de este pensamiento. Para nuestros antipopulistas, las críticas al partido de Abascal se convirtieron pronto en el relato de un supuesto corrimiento a los extremos a ambos lados del tablero, en el que el crecimiento de la nueva ultraderecha española era culpa de la izquierda de aquel país, que se alejó de la “norma”. Sobra decir que igualar el presunto extremismo de un partido como Podemos con el de Vox resulta tan insostenible como pensar que defender la educación y la salud públicas, como ha hecho desde 2014 el partido fundado por Pablo Iglesias, resulta equiparable a deportar migrantes, levantar muros fronterizos o echar para atrás leyes contra la violencia machista, todas propuestas del partido de Abascal. Pero así es como funcionan las trampas.
La imitación y la nostalgia
Lo anterior no quiere decir que el antipopulismo no haya intentado imitar a sus rivales. Lo ha hecho. Y bastante mal. Tampoco se trata de un descubrimiento nuevo: en el lejano 2006 (antes de Trump, el Brexit y la crisis financiera), Zizek ya advertía que los antipopulistas podían caer en la tentación de convertirse en aquello que criticaban. Más recientemente, Perry Anderson llamaba la atención sobre los intentos de imitación por parte de políticos como Emmanuel Macron o Albert Rivera, a quiénes el célebre historiador calificó como “simulacros yuppies” de populistas.
Con todo, si este tipo de imitaciones hoy representan un riesgo no es porque los antipopulistas hayan comenzado a reconocer lo positivo que resulta el antagonismo social, cuando está bien regulado, para la salud de una república (algo que, como buen lector de Maquiavelo, Silva-Herzog seguramente conoce). El peligro de estos imitadores es que sus modelos a seguir no han sido aquellos populistas que defienden los intereses de colectivos marginados, sino los de ultraderecha, cuyas propuestas en temas como migración y seguridad hoy son cada vez más compartidas, incluso por partidos formalmente moderados.
Lo que sí resulta sorprendente es que, al discutir parecidos entre populistas y antipopulistas, casi nunca se mencione el tema de la nostalgia. La idea de que los populistas son políticos nostálgicos con ideas producto de otro tiempo está bien establecida en nuestro imaginario. Lo que no se dice tanto es que el antipopulismo adolece de lo mismo. Los antipopulistas añoran un pasado idealizado en el que la política era una actividad racional, protagonizada por políticos sensatos y expertos independientes, seguidos de lejos por un pueblo obediente que conocía su lugar. El asunto no es ya la distancia entre este mundo imaginario y el que realmente existía: uno de desigualdad rampante, corrupción, violencia y democracias “vacías”. El problema es que ese estado de cosas fue lo que provocó el ascenso del populismo en primer lugar.
Más allá del “amlocentrismo”
El populismo no es otra cosa que la respuesta ante lo que solo los antipopulistas continúan viendo como un paraíso perdido. Una respuesta democrática poco liberal al liberalismo poco democrático que gobernó al mundo durante medio siglo. En ese sentido, el proyecto populista es ambivalente: puede ser una amenaza para la democracia liberal, pero también su necesario correctivo.
Durkheim decía que el socialismo es el “grito de dolor” de la sociedad moderna: la respuesta ante los dramas de la alienación, la explotación y la anomia causados por un mundo nuevo, secular y capitalista. Como sugiere el profesor John P. McCormick, el populismo es también un grito, el de la democracia representativa. Una reacción recurrente, natural e inevitable a la indiscutible realidad de que, aunque formalmente la mayoría de los gobiernos se adhieren a los principios democráticos, en realidad el pueblo no gobierna en ningún sitio. El populismo es una resistencia a la deriva oligárquica de nuestras democracias, en donde más que distintos poderes, lo que existe es un solo poder –el de la elite política y económica– con una división de funciones. Los auténticos movimientos populistas son, en el fondo, un intento de poner límite a ese proceso. Una tarea no muy lejana, por cierto, a la lógica de contrapesos tan cara a sus adversarios.
La última trampa del antipopulismo es no darse cuenta de que, como el verso de Sor Juana, no ven que son la ocasión “de lo mismo que culpáis”. La diferencia es que esta es una trampa en la que han caído ellos mismos. Mientras su oferta continúe siendo una vuelta acrítica al pasado y busquen imitar a sus rivales sin entender sus reclamos, no podrán salir de ella.
Y de eso no puede culparse a AMLO.