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Dossier - Mujeres y feminismos
14 Octubre 2021 / Por Alice Krozer

Mujeres y riqueza en México

En busca de la élite femenina

Si pensamos en la élite mexicana, lo más probable es que visualicemos a un hombre mayor, blanco, empresario-patriarca. Esa caracterización no es casualidad: si bien es un error pensar que “la élite” existe como un ente monolítico y homogéneo, personajes del estilo de Carlos Slim Helú o Ricardo Salinas Pliego dominan la representación en medios “especializados” (como Forbes, Expansión, Financial Times, etc.) e imaginarios populares, no necesariamente porque tengan más relevancia que otras personalidades de la élite, sino porque, aparte de ser los más conocidos, son el tipo más común.

Esto ocurre a pesar de que ninguna de las características mencionadas representa una mayoría a nivel sociedad. Por ejemplo, considerando que más de la mitad de la población mexicana es femenina (por cada 100 mujeres hay 95 hombres en el país en 2020), llama particularmente la atención la ausencia de mujeres, tanto en el discurso sobre, como en la composición real de las élites.

Podemos pensar en las élites como un conjunto de personas que están en una posición extraordinaria de poder (potencial), es decir, tienen acceso y control sobre recursos económicos y capitales políticos, sociales o culturales desproporcionados en comparación con la población mayoritaria. Para entender mejor esta (in)visibilidad relativa y absoluta de las mujeres en el ámbito del poder, exploraremos a continuación algunos de sus fundamentos empíricos e ideológicos, basándonos en no solo en información públicamente disponible, sino también en sus propios relatos. 

¿Qué sabemos de la relación entre las mujeres y la élite mexicana? Empezando por la élite política, la situación no parece verse tan mal: por ejemplo el porcentaje de mujeres en los parlamentos aumentó de 36% en 2013 a 49% en 2020. Sin embargo, otras áreas muestran más rezago. Pensando en las élites culturales, por ejemplo entre los académicos, dependiendo del área disciplinaria, en el peor de los casos las mujeres suman apenas un 6% de los investigadores con la distinción oficial más alta, el SNI nivel III.

Esto no se debe a una falta de preparación: las mujeres en la actualidad tienen 4% más probabilidad de tener educación terciaria. Sin embargo, el 75% de las mujeres con grados universitarios no ejercen trabajos remunerados en la economía formal. Cuando sí acceden a tales posiciones, ganan en promedio 19% menos que sus pares hombres. Si son posiciones a nivel ejecutivo la brecha aumenta a 22%. Incluso la prima educacional para las mujeres con educación terciaria llega solamente al 66% de la que perciben los varones, lo cual por cierto representa el valor más bajo de la OCDE. A todos los niveles, los hombres reciben más ascensos laborales que las mujeres. Pero la brecha promocional es particularmente ancha en los escalones ocupacionales más altos: escasos 8% de las candidatas llegan a ser vicepresidentas y 3% formarán parte de comités ejecutivos, comparado con 21% y 18%, respectivamente, para los candidatos, y únicamente el 6% de directores son mujeres. Igualmente, entre “los 100 empresarios más importantes de México” (Expansión, 2020) se hallan 4 empresarias; eso sí, se asegura que “tienen una gran influencia en el mundo de los negocios del país”.

No obstante, los capitales politicos, culturales y sociales parecen distribuirse de manera menos radicalmente desigual que los recursos económicos en los renglones superiores de la sociedad. A nivel internacional, en 2015, había 2 473 mil-millonarios en el mundo, que controlaban $7 683 mil mdd. De estos, el 88% eran hombres, controlando casi el 89% del total de esta riqueza (WealthX, 2015-2016). Es decir, no solo hay más hombres por cada mujer billonaria (8.4 para ser exactos), también tienen fortunas más grandes.

No sabemos mucho sobre cómo se divide la riqueza entre los mexicanos, ya que no se cuenta con datos disponibles sobre esta dimensión. Aproximándonos a través de la información histórica podemos apreciar que se distribuye de forma mucho más desigual que los ingresos (con un Gini de 0.79 en 1910), y que además las fortunas grandes están principalmente en manos de hombres (Castañeda y Krozer 2020). 

Si revisamos las mayores fortunas en la actualidad, los patrones son parecidos. Aunque los datos que tenemos sobre la “élite de la élite” —como listas de “los X personajes más ricos”— no necesariamente son representativas para las élites más amplias, pueden dar cierta idea de su composición. ¿Cuántas mujeres aparecen entre las personas más ricas de México? En abril 2021, entre los 10 personajes más ricos de México según Forbes se encuentra una mujer, mientras que las 33 mayores fortunas incluyen a 2 (en 2013 por lo menos fueron 5 entre los top 35), aunque la segunda es nombrada junto con su esposo, y la foto adjunta solo lo retrata a él. Lo mismo ocurre en todos los casos de "fortuna familiar": se ilustra con el retrato de un hombre mayor, blanco, empresario-patriarca… El dinero públicamente se asocia con él, a pesar de la contribución de ella.

Como sea que se cuente, figuran pocas mujeres entre los personajes de élite. Sin embargo, aunque no aparezcan explícitamente, hay que considerar que más allá del asunto de la visibilidad, cada hombre enumerado ahí tiene esposa, hija u otros familiares femeninos que, por un lado, se benefician de las riquezas acumuladas en su microcosmos y, por otro lado, juegan un rol fundamental en la creación de esa riqueza. Aquí conviene distinguir entre dos expresiones muy distintas de ese rol: el trabajo (re)productivo de las mujeres acompañantes de hombres ricos, y la labor remunerada de las mujeres al frente de la unidad (hogar, empresa, institución) rica.

Veamos primero a las mujeres “asociadas” a un hombre y su fortuna. De los billonarios internacionales mencionados arriba, 85% estaba casado (88% de los hombres), comparado con 50% y 60% de la población general en Gran Bretaña y EEUU, respectivamente, de donde la mayoría de ellos halla. Hemos de ahí que el matrimonio es un tema importante para los superricos. No podemos excluir la posibilidad de que sean unos triunfadores en la selección de sus parejas sentimentales (o de que tener muchos capitales facilita la durabilidad del amor); lo que sí sabemos es que el hecho que sus tasas de divorcio son mucho más bajas que las de la población promedio, indica que invierten esfuerzo y recursos en evitar el rompimiento. Esto incluye, más allá de amenidades de la vida, firmar acuerdos prenupciales costosos, contratos transaccionales y servicios profesionales de apoyo, y una inversión importantísima (normalmente por parte de las esposas) en aquello denominado trabajo reproductivo: educación de los hijos, arreglos de la casa, diseño de fiestas y encuentros de negocio, mantenimiento de las buenas relaciones familiares, remodelaciones de los hogares, coordinar un ejército de empleados domésticos y el cultivo de la imagen propia y de la familia (Sherman 2019; Adler y Pérez 1987; Mears 2020). Esto último implica cultivar su cuerpo y apariencia tanto como su capital social. En su estudio clásico de las mujeres de clases altas en EE UU, Ostrander (1984) describe como las esposas aceptan tomar roles de género patriarcales que ubican su trabajo firmemente dentro de la esfera doméstica.

Estas actividades no son ni frivolidades ni decorativas. Como explican detalladamente Adler y Pérez (1987) en su estudio canónico de las gran-familias mexicanas, es una labor exigente e imprescindible para llevar al éxito los proyectos de creación dinástica. La particularidad de este trabajo es que es en gran medida invisible y no remunerado, mientras que los hombres salen a “ganar dinero”. Como se trata de la reproducción del estatus social, es una labor constitutiva de la riqueza. Considerando las formas en las que se reproduce la riqueza, sería imposible sin las relaciones y enlaces sociales cultivadas por las mujeres-esposas explícitamente, el trabajo de imagen (branding), y la labor emocional, más allá de la asociación quizás más obvia de “producir” al heredero.

Se han documentado convenciones de género según las cuales las mujeres no pueden destacar intelectualmente si desean venderse en el mercado de matrimonios. Entre los participantes de mis estudios no fue tan obvio esta dinámica. Hubo algunos casos de participantes con “esposas trofeo”: un participante orgullosamente me compartió largas series de fotos en su celular de su bella y ostentosa pareja modelo posando en vestidos, en trajes de baño, con o sin lentes de sol y/o sombreros, bajo cascadas, entre árboles, algunas en viajes exóticos con él y sonriendo. Mi aprobación le parecía causar una sonrisa de satisfacción confirmatoria de haber estado en lo correcto al presumirla. 

Otro participante casado con una artista famosa notaba que ella y yo compartíamos ciertas características personales, lo cual ayudó a generar una confianza inesperada, pero también, por lo menos inicialmente, limitó las conversaciones a temas que entenderíamos y nos interesarían a las mujeres: la educación de los hijos, hablar diferentes idiomas, las diferencias naturales y biológicas entre hombres cazadores y mujeres caseras. 

Fuera de eso, en mi muestra destacaba una tendencia de emparejamiento selectivo, con hombres resaltando la importancia de que sus esposas tuvieran ciertos conocimientos (necesarios para educar a sus hijos, pero también para no aburrirse ellas ni ellos) (Schimpfössl 2018 observa algo parecido para el caso de Rusia). Más común parecía ser que las esposas, a pesar de tener una educación o carrera profesional, aceptaran quedarse en la casa cuando hubiera hijos y, en todo caso, que su posición profesional no fuera más importante que la de sus esposos (conté tres excepciones donde la carrera de la mujer podría haber sido de igual o más estatus). 

Esta dinámica fue muy distinta entre mis participantes femeninos. Ahí, en todos los casos quedaba claro que sus trabajos eran igual de importantes, y que había negociaciones previas más o menos exitosas con sus parejas acerca de estos temas (sobre todo en el caso de que hubiera hijos). De hecho, la mayoría de ellas había optado conscientemente por un modelo alternativo de vida, de familia (sin hijos, sin matrimonio, con parejas no-heteronormativas) o de otro modo no convencional para su contexto.

A pesar de los esfuerzos deliberados para incluir a mujeres (y grupos étnicos variados) entre mis participantes para diversificar la muestra, resultaron claramente subrepresentadas en el estudio. Sin embargo, la razón obtenida para las entrevistas es característica de la composición de las élites, siendo un 87% masculina a nivel global (WealthX, 2016), un porcentaje comparable a mi muestra. Estos números se dan porque más allá de la clase socioeconómica se atraviesan otras dimensiones identitarias en la construcción social de lo(s) Rico(s). Es una categoría diversa, y muy desigual: aunque las mujeres incluidas en mi estudio sean parte del 1% con ingresos más altos en el país, se encuentran lejos de los personajes más remunerados dentro de este selecto grupo.

En una sociedad profundamente estratificada por género y dominada por el machismo, parecía normal que una investigadora femenina entrometiéndose en los espacios sociales de las élites sea visto como inofensiva, ingenua, inocente, a la que hay que explicar las cosas como son (mansplaining). Esta experiencia—compartida por muchas académicas investigadoras de las élites en diferentes países—se extiende también a las pocas mujeres que habitan este espacio por su condición propia de pertenecer a la élite. En mis entrevistas con algunas de ellas, compartían historias de tener que demostrar un desempeño doble o triple para ser tomadas en cuenta por sus pares hombres, y exponerse a juicios morales por ser “difíciles”, “malas madres/esposas/mujeres”, “poco femeninas”, etc. si insistían en abrirse un lugar en la mesa, o bien, en los casos positivos, ser halagadas por alcanzar sus logros “a pesar de su condición de mujer”. 

Como era de esperarse, comparado con la élite masculina, ellas mencionaban con más frecuencia la desigualdad de género como una preocupación. Sin embargo, no todas consideraban que existiera una alta desigualdad de género o un techo de cristal. Aun así, todas reconocían un trato diferenciado hacia ellas en algún momento de sus carreras. Incluso aquellas que declaraban no ver discriminación de género, destacaban de notable y a veces excepcional el esfuerzo que sus padres invirtieron en su educación, siendo ellas mujeres. Quizás por estas experiencias que intuían compartidas, en nuestras interacciones repetidamente se dieron momentos de complicidad: un “ya sabes cómo son las cosas” como respuesta a la falta de mujeres en posiciones de liderazgo, y una vaga noción de sororidad: que aquellas pocas que estaban ahí tenían que permanecer unidas.

Todo esto indica que, si bien el discurso de la igualdad de género agarra vuelo en muchos sectores privilegiados, la verdad es que más allá de lo predicado, en la práctica, las élites no necesariamente están a la vanguardia en este ámbito. Por supuesto que la reproducción de las élites no ocurre en un vacío social, y la co-constitución de la clase con el género (y la racialización y otras dimensiones de desigualdad) determina este estatus ambiguo de las mujeres de élite: por un lado forman parte de un grupo selecto exclusivo en comparación con la mayoría de la población. Ser parte del 1% más acaudalado (alrededor de 240 000 familias) quien acapara al rededor del 40% de la riqueza total, por supuesto que constituye un privilegio enorme. De hecho, en promedio, unos 14 millones por unidad para cuantificarlo de alguna manera (Del Castillo Negrete, 2017). Por el otro lado, la desigualdad de género generalizada les otorga una posición subordinada en relación a sus pares hombres dentro de los espacios privilegiados. Muchas veces el miedo a perder una posición de privilegio material termina venciendo las ganas de empujar hacia la liberación de género (Cerón Anaya, 2019).

Lo que sí llama la atención es que conforme se vaya ascendiendo a los lugares más altos de la estratificación social, las desigualdades sociales se agudicen de tal forma que se vuelve exponencialmente más difícil pasar por el ojo de la aguja y hacerse no solo persona rica, sino mujer rica. La presencia simultánea de diferentes dimensiones de desigualdad nos recuerda que, si bien están interconectadas y son co-constitutivas, no basta ocuparnos con alguna u otra de sus apariciones por separado si el objetivo es vencer su injusticia aleatoria: hay varios frentes abiertos, y hay que eliminarlas todas.

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