Cuando una persona originaria de una comunidad indígena como lo soy yo se encuentra con personas no indígenas, extranjeras o personas desindigenizadas, asumen ipso facto que hablamos la lengua indígena de nuestro lugar de origen. Cuando les respondes que no lo hablas o que solo “lo entiendes” les parece sorpresivo y casi inconcebible. ¿De quién es la culpa?
Nací en San Pedro y San Pablo Ayutla Mixe, una comunidad indígena ubicada en la sierra norte del estado de Oaxaca. La región se conoce en la lengua originaria como “ayuujk” o también como “la sierra Mixe”, y está compuesta por diversos municipios, agencias y rancherías. En esta extensión territorial coexisten distintos subgrupos, variantes y micro-variantes lingüísticas del ayuujk-mixe, lo que implica que se añadan o resten vocales o consonantes y tenga cambios en los fonemas de las palabras. El ayuujk-mixe es una lengua que proviene de la familia lingüística Mixe-Zoque. La composición organizacional cultural, social y política de la comunidad se aleja un poco de la organización institucional o propuesta por el Estado.
Salí de mi comunidad al terminar la secundaria. Me mudé a la ciudad y fue entonces cuando comenzó a ocurrir un cuestionamiento reiterativo, pues las personas de la ciudad me preguntaban de donde era originario; cuando les decía que de Ayutla, les sorprendía sobre todo que no cumplía con su idea de “ser indígena”, especialmente cuando les decía que yo solo hablaba español, que no podía hablar la lengua materna de mi pueblo. El español era para mí tan natural que su reacción sorprendida me parecía incomprensible.
Mi familia está compuesta por papá, mamá y dos hermanas. Mis papás hablan mixe y español; mis hermanas y yo solo hablamos el español, pero entendemos el mixe, en tanto que mis abuelos paternos y maternos son monolingües del ayuujk-mixe. Somos la encarnación de la pérdida generacional de la lengua que ya está generalizada en muchas comunidades ayuujk. Comunicarme con mis abuelos y abuelas es un proceso complicado, por ello tuve que hacer consciencia de lo que conlleva de fondo esta realidad.
Cada que alguien me pregunta “¿por qué no hablas tu lengua indígena?”, les digo que si en realidad quieren saberlo se preparen un café y dispongan dos horas de su tiempo. La respuesta que esperan es: “porque no me lo enseñaron” o “porque no lo aprendí”, pero la respuesta es otra y habla de una responsabilidad que nadie quiere asumir. Durante mucho tiempo culpabilicé a mis padres por no enseñarme la lengua ayuujk; aunque si bien ellos lo hablaban en la casa, al dirigirse a nosotros nos hablaban en su español, ese español no formal ni académico, sino uno propio, alejado de las hegemonías estéticamente discursivas. Después me pregunté ¿qué situación los llevo a tomar una decisión como esa? Así fue como me puse a pensar cómo mis abuelos y abuelas fueron humillados al ir a trabajar a la ciudad por gente blanca y con economías fuertes por no contar con una formación académica, de que los llamaban indios patarrajadas, ignorantes, les negaban hasta una fruta, los consideraban inferiores por contar con características físicas y lingüísticas racializadas.
También me puse a pensar en cuantas comunidades vivieron procesos de abierto despojo por parte del derecho positivo por no saber leer y escribir español, o por lo menos hablarlo cuando les hacían firmar documentos que no entendían. Me puse a pensar en cuantos de mis tíos eran golpeados en la escuela por no dirigirse al maestro en español. ¿Qué de justo había que mi abuelo y yo no pudiéramos sostener una plática natural como cualquier otro abuelo y nieto? Una plática donde me pudiera contar sus experiencias sin que yo tuviera que estar descifrando palabra por palabra de lo que me explicaba o pidiendo que alguien me lo interpretara. Eso no es normal, eso no pasa entre una familia que tiene como lengua materna el inglés, español o alemán.
Fue ahí cuando caí en cuenta que no es que mis papás no hayan querido enseñarme: es que un sistema les dijo que si queríamos sobrevivir teníamos que hablar español. Y no solo se conforma con eso, sino que llega al grado de querer aniquilar todo rastro de lo indígena. En el periodo posrevolucionario, a partir de la gestión de José Vasconcelos al frente de la Secretaría de Educación Pública a principios de la década de los veintes, el estado mexicano fue abierto en su visión de lo indígena como signo de primitivismo, como la antítesis del “progreso nacional”. El sistema educativo centró así su atención en combatir las lenguas indígenas: fue el Estado incluso capaz de despojarnos de la palabra, porque si violas el derecho a la palabra por consecuencia trae la violación de otros derechos: la defensa de los recursos naturales, al ejercicio de autonomía, autodeterminación.
Entonces concluí que mis papás no me enseñaron mi lengua ayuujk por amor y por miedo: porque no querían que esas violencias que ellos y sus ancestros vivieron se volvieran a repetir con nosotros. Pero ellos no fueron los responsables de eso, fue la violencia generacional hacia el monolingüismo indígena la que está detrás del “¿y por qué no hablas tu lengua indígena?”. Nos arrebataron la palabra y con ella los lazos afectivos comunicativos entre un abuelo y un nieto con lenguas distintas; los derechos a proteger las tierras y aguas, de ejercer cada uno de lo que hoy llamamos derechos humanos. Y lo lograron con violencia. Fue un despojo integral que no solo afecta la interlocución, sino que también incide directamente en el desarrollo psicoafectivo de las familias indígenas que lo sufren. Hoy continúa esa depredación. Pero ahora contamos con ideas distintas, y cada palabra que aprendemos en ayuujk, cada conversación que intentamos tener en nuestra lengua, y sobre todo cada vez que no nos avergonzamos por esa palabra que hoy a pesar de todo resiste a desaparecer, es un homenaje y acto de justicia a todos nuestros ancestros y padres que vivieron y sufrieron a causa de pronunciar la lengua que les fue heredada, y que no era el español u otra lengua hegemónica.
¡Que viva la palabra!